Cualquiera que haya tenido la oportunidad de comparar el sabor de un tomate criado en huerto mediante técnicas tradicionales con uno de esos tomates con regusto a porexpán tan característicos de las grandes superficies comerciales, es automáticamente consciente de las bondades de la agricultura ecológica. Pero son beneficios estos que no solo se refieren a un asunto quizás complementario y estrictamente epicúreo como el sabor, destinado a complacer el paladar del comensal, sino que conciernen sobre todo a asuntos propios de la salud humana: la pureza del alimento, la plenitud de sus propiedades nutritivas, la ausencia de toxinas nocivas…
Siguiendo esta idea, es significativo que en una de las épocas de la humanidad en la que mayor cantidad de alimentos se ingiere por persona, los desequilibrios en la alimentación persistan sin encontrar solución aparente. El culpable principal se encuentra en los métodos de producción masivos, que exigen procedimientos como la recogida del fruto o del producto en fases previas a su plena madurez, el empleo de complementos químicos de crecimiento artificial, el desarrollo de hibridaciones de rápido crecimiento y aspecto externo apetecible…
No obstante, como es de todos conocido, lo importante se halla en el interior. Es ahí donde estos productos de apariencia inmaculada, aséptica y plastificada revelan su verdadera naturaleza. El vacío, la fealdad, la ausencia de componentes biológicos provechosos para la salud de quien los consume.
Volviendo a la agricultura y la ganadería ecológica, donde el respeto por el consumidor se extiende también hacia el producto cultivado o criado, su consiguiente consideración como fuente de alimentos sanos y de calidad ha provocado que, en primer lugar, su primer nicho comercial se haya encontrado en el mercado de la alimentación dietética. La progresiva conciencia ciudadana hacia los peligros para la salud relacionados con la ingesta de alimentos tratados con aditamentos químicos, así como la valoración positiva de su carácter respetuoso con el medioambiente y de sus métodos de crianza más sensibles a las necesidades vitales del animal en el caso del ganado, han ido contribuyendo a la paulatina popularización de la agricultura y la ganadería ecológica tanto a nivel de consumo común como en el ámbito de la cocina gourmet, en este último caso gracias también al prestigio que le confiere este citado “renacimiento de los sabores perdidos”.
La manifiesta calidad de estos alimentos queda establecida a través de la consideración de tres parámetros definitorios, unos cuantificables científicamente y otros en cambio ceñidos a la apreciación subjetiva del consumidor. Según explica el profesor de economía agrícola Nicolas Lampkin en su influyente tratado Agricultura ecológica, estos son la apariencia (tamaño, color, forma, presencia o no de manchas, sabor asociado), la adecuación tecnológica (cualidades específicas que determinan que un producto cumpla adecuadamente con sus requisitos de procesado o almacenamiento) y el valor nutricional (que se refiere tanto al contenido de nutrientes beneficiosos como a la carencia de sustancias perniciosas para el organismo del hombre).
Quizás en el caso del aspecto exterior, como hemos señalado anteriormente, el huerto ecológico tenga aún una batalla por librar. Su proceso de producción natural implica en muchos casos el desarrollo de un aspecto igualmente natural, imperfecto casi por definición. Recuerden que ni las zanahorias son de color naranja por naturaleza, ni los plátanos grandes, amarillos y sin pepitas, ni el maíz en su estado salvaje original superaba el tamaño de un dedo pulgar humano. Por el contrario, esta misma imagen “descuidada” sirve a su vez como patente de corso para muchos comerciantes para atribuir una extracción ecológica de productos que, en realidad, están cultivados de modo industrial.
Sin embargo, es fundamentalmente el sabor la razón más alabada en el alimento ecológico. El crecimiento reposado hasta la necesaria madurez del fruto, determinada por el ciclo natural de su metabolismo, sujeto siempre a la estacionalidad, procura que este almacene en su interior los componentes esenciales que determinan su gusto natural y las propiedades nutricionales a él asociados. Su influencia a la hora del cocinado también es determinante, ya que la textura del producto facilita su estabilidad y adecuado procesamiento en el caso de cocciones, frituras u horneados.
Además, en contra de lo que suele considerarse, la resistencia posterior a la cosecha de los productos ecológicos es incluso más elevada que la de aquellos extraídos mediante agricultura convencional. En el caso de la producción agrícola, su ritmo de respiración más bajo y la inferior actividad enzimática dan lugar a una mayor vida en almacenamiento. El menor contenido de aminoácidos libres, relacionados con el uso de nitrógeno como fertilizante -un agente nutritivo de primer orden para las bacterias-, es decisivo a su vez para la incrementar la durabilidad de alimentos como las espinacas.
Otro de los factores de preocupación del cliente a la hora de decantarse por alimentos procedentes de la agricultura convencional o de la agricultura ecológica es la cuestión nutricional. Puede que no tanto a causa de la presencia deseable de proteínas, vitaminas, grasas, hidratos de carbono, etcétera, sino por las posibles trazas de sustancias peligrosas como los pesticidas, las toxinas o sustancias químicas perjudiciales para la salud. Las principales consecuencias de esos invitados indeseables son su incidencia en el desarrollo de alergias, la disminución de las defensas biológicas del organismo y la tendencia a sufrir enfermedades habituales con mayor frecuencia, la alteración del equilibrio hormonal o, incluso, problemas de infertilidad en el semen masculino.
No está garantizada al ciento por ciento la ausencia de productos químicos en su composición debido a la incidencia de la contaminación atmosférica, la existencia de contaminación en el suelo, el agua y el aire o las imprescindibles actividades de transporte, procesado y empaquetado, pero lo que sí es cierto es que el producto obtenido mediante técnicas de agricultura ecológica está libre de plaguicidas de larga vida tan dañinos como el DDT o de los nitratos en la verdura, sustancia que, absorbida rápidamente por el cuerpo humano, puede degenerar en nitritos y de ahí influir en el desarrollo de células cancerosas.
Valga como ejemplo el estudio recientemente realizado por Générations Futures, organización no gubernamental en defensa del medioambiente y la salud, a propósito de las consecuencias negativas sobre los cultivos de fresas derivadas del empleo de productos fitosanitarios y abonos basados en cócteles químicos. En sus resultados, los análisis, encargados al laboratorio especializado belga Fytolab, revelan que la muestra de fresa cultivada mediante agricultura convencional, adquirida en siete supermercados, contiene plaguicidas en más del 90 por ciento de los casos -lo que incluye una importante proporción de disruptores endocrinos- y, en el 2,04 por ciento del total, una cantidad de toxinas superior a los límites legales establecidos por los organismos de control sanitario. Incluso alguno de los pesticidas hallados, como el carbosulfán y el endosulfán, se encuentran prohibidos por la legislación agraria europea desde hace más de un lustro.
Es decir, que una cocina con productos ecológicos es una cocina sana.
Fuente: lafertilidaddelatierra.com